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8/03/2008

Letras Siniestras
¿Sólo un instante aquí?
Por Eliseo Guillén*
Por fin, después de una supuesta averiguación, la Santa Congregación murmuraba sobre lo que pasaría en unos momentos. Mientras eso ocurría, los ayudantes del verdugo fueron a traer al cautivo, le quitaron las cadenas de sus manos, lo levantaron y lo llevaron a donde sería su lugar de castigo, lo amarraron a un tronco que estaba rodeado de material combustible. En ese momento, el Cardenal Fernando dijo: “¡Nosotros sentenciamos!, ¡Declaramos que este judío es un hechicero por los hechos que se le atribuyen!, ¡Lo condenamos a muerte!”. La gente que había ido a ver el espectáculo, pedía la muerte para el acusado, otros simplemente observaban. El sol estaba por salir, sin embargo, el cielo aún se miraba oscuro. El viento estremecía las flores que yacían en el fresco pasto. Los árboles allí presentes, eran testigos del acto.
Cuando David, el acusado, estaba a un instante de su muerte, no le quedaba otra cosa más que recordar lo que fue su vida, lo que dejó atrás. “¿Cómo poder olvidar el día en que llegué a este pueblo?” Se decía tristemente. El viento que soplaba con fuerza le acariciaba el rostro, le susurraba al oído, era como la presencia de su bien amada que intentaba protegerlo. “Pronto iré contigo”, decía el cautivo.
Se seguían escuchando las peticiones de la muchedumbre. “Pero ¿de qué se le acusa?, ¿Por qué esperan el amanecer para terminar con él?”, le preguntaba un individuo que estaba entre los espectadores a otro.
“Se dicen tantas cosas sobre el cautivo que diré las cosas más relevantes—contestó el otro individuo, y prosiguió—. Este joven es un excelente pintor. Su popularidad como artista era tan vasta que siempre lo consultaban banqueros para que les hiciera retratos familiares, los mismos Reyes Católicos lo protegían, le obsequiaban todo el material para su trabajo, en su castillo tenían muchísimas obras de él.
Este artista vivía con una bellísima mujer de nombre Ana Luisa. Ella y él eran tan felices que no les hacía falta nada. En una mañana de invierno, ella enfermó, no se sabe bien que tipo de enfermedad tenía, pero se dice que fue perdiendo sangre, tenía tanta debilidad que no podía levantarse de su lecho. David le prestaba toda la atención que se merecía, estaba siempre a su lado ya que temía perderla. Al sentir Ana Luisa que cada vez se ponía más grave, le dijo a David que había perdido las esperanzas de recuperarse, le sonrió y le dijo que aunque muriera ella no se separaría de él.
Después de una semana de agonía, llegó el día en que ella murió. Todos en el reino trataban de hacer sentir bien al pintor. Lo que les sorprendía a todos era que él se mostraba normal, como si nada hubiera ocurrido, mostraba a quien le hablara una sonrisa. Poco a poco le fueron perdiendo respeto por su compartimiento, pues ¿cómo podía andar tan feliz siendo reciente la muerte de su amada?
En una noche, uno de los lugareños que llegaba de su trabajo, percibió que la silueta de Ana Luisa entraba en el hogar del pintor. Por el miedo que sintió, tuvo la necesidad de contarlo a quien encontraba en su camino. Así, al poco tiempo se corrió el rumor de que esa pareja había hecho pacto con el mismo demonio. Poco a poco el pintor fue perdiendo amistades, pero su popularidad aumentaba, se decían tantas cosas como: El pintor maldito trajo de la muerte a su consorte, El amante de la vampira.
Todo esto la Santa Congregación empezó a investigar: decían que todas las noches su difunta esposa lo visitaba. Así, para su investigación, tuvieron que profanar su tumba y ver si la muerte no era sólo falsedad. Esto le molestó al artista, pero no podía hacer nada contra esa autoridad. El Clérigo, al ver que la difunta estaba en su féretro, no le quedó otra cosa que acusar a al pintor de hechicería. No esperaron más y fueron en búsqueda de él, después se lo llevaron y lo dejaron en una celda. Esperaron la mañana para terminar con su vida, pues dicen que la madrugada es hora de dominio de Satán.
Llegué a escuchar también, que fue una falsa acusación que le hicieron al pintor, pues muchos le envidiaban por sus riquezas. Ahora mírelo, está a punto de morir, sus ojos se están nublando”. Lo que sigue usted ya lo sabe.
Entonces el sol ya había salido. El judío, entre las llamas, le decía adiós a la vida. La muchedumbre seguía gritando. La santa Inquisición se sentía satisfecha porque ya era uno menos.

*El autor es estudiante de Literatura en la UABC.